La citada voluntad expresada por el ministro de Educación incita a varias reflexiones previas. La primera es la constatación de que la formación profesional en España roza el calificativo de desastre por su mala calidad, por su falta de adaptación a las necesidades que demanda el tejido productivo y por el desprestigio social que acredita. La rigidez del sistema que regula esta rama educativa, su excesiva burocratización, el diseño académico de las disciplinas que imparte y su desconexión de la realidad empresarial y tecnológica son las principales causas de la situación actual.
El ministro de Educación no debería caer en el error de querer aumentar el número de estudiantes de formación profesional sólo por la vía de endurecer el acceso de los estudiantes al bachillerato. Eso únicamente reforzaría la imagen de pelotón de los torpes que tiene esa rama de la enseñanza. Sería muy grave. Lo que necesita España es todo lo contrario: prestigiar la formación profesional. Pero no sólo de palabra, ni con campañas de relaciones públicas, sino como consecuencia de elevar su calidad, de forma que aporte al país jóvenes cada vez mejor preparados, de acuerdo con las necesidades de las empresas, para incorporarse exitosamente al mercado laboral.
El ideal de la formación profesional española debe ser el sistema que se aplica en Alemania, que es el mejor del mundo, y que combina enseñanza y práctica con una participación determinante de las empresas en su definición y organización. Romper el corsé de todos los corporativismos e intereses administrativos, patronales y sindicales que se han acumulado en torno a la formación profesional es una tarea que, a estas alturas, supera a cualquier gobierno. Se hace imprescindible un gran pacto por la formación profesional entre todas las partes implicadas para lograr un nuevo sistema que propicie la excelencia, en beneficio de nuestros jóvenes, de su futuro empleo y de las necesidades productivas del país.